Entender hoy “qué es el hombre” implica un cambio de paradigma. El actual implica superar la visión ontológica de mónadas aisladas, compuestas de elementos, por la visión “campal” de “dinámicas estructurantes que actualizan unidades locales emergentes”, como “diferencias respectivas” dentro del campo. Esta es una visión topológica, donde las entidades surgen por una dinámica de fronteras, una “dinámica estructural de interface”, que deslinda ámbitos dentro de la comunicación diferencial.
La evolución habría dado origen a la vida con la aparición de las “membranas biológicas”, distinguiendo y comunicando el medio vital interno y el medio vital externo. Comunicación distintiva que organiza la conducta vital. La vida emerge desde la “sensibilidad informativa”. Con la evolución los estímulos de la sensibilidad animal, se transforman en cosas, en “algo” identificable y denominable. Y el organismo se transforma en “alguien” con identidad propia. Ha surgido la inteligencia humana.
La nueva frontera de la inteligencia permite al humano cobrar libertad frente a los estímulos y capacidad transformativa del medio, creando cultura. La evolución se traslada a la historia, donde aparecen fronteras de mentalidades. Frente a la dogmática, que basa el ser en la igualdad, ha surgido la mentalidad crítica, que basa el ser en el “encuentro armónico de las diferencias”, en la misma dinámica de fronteras.
Conferencia en el Instituto de Chile (5 Dic. 2007) en su nombramiento de Académico Honorario Extranjero de la Academia de Medicina de Chile.
Publicada en el Boletín de la Academia Chilena de Medicina (Nº XLIV, 2007, 139-158)
En las primeras décadas del pasado siglo XX, muchos pensadores, filósofos y científicos se preguntaban ¿”Qué es el hombre”?, como inquiría el título del libro de Martin Buber. O se preguntaban acerca de “El puesto del Hombre en el cosmos”, como expresaba el título del libro de Max Scheler.
Esa reflexión extensa e intensa sobre la estructura del ser del hombre y sobre la forma específica de su modo de vida, comenzó realmente en las últimas décadas del XIX y continúa hoy viva y apasionada.
Esta intensa y controvertida reflexión sobre el ser humano, implicó la caducidad de las tradicionales definiciones de este curioso ente que somos -por ej. la de “animal racional”- e implicó, a la vez, un cambio drástico del modo de entender a este ser viviente, colocado en la cúspide evolutiva del árbol de la vida, de este “planeta azul” que, desgraciadamente, con tanta frecuencia se tiñe de rojo sangre. Ya no entendemos lo vivo con los patrones decimonónicos: basta mencionar la biología molecular o la dinámica genética. Ni entendemos el vivir humano desde aquellos patrones del idealismo de la modernidad, del sujeto trascendental kantiano, construyéndose el mundo con su razón pura dentro de su conciencia.
Baste mencionar la saga de la filosofía y la antropología de la sospecha, desde Nieztsche hasta Freud, poniendo al descubierto los estratos ocultos, no racionales, que organizan implícitamente la conducta humana. O el enorme árbol de la hermenéutica contemporánea, intentando desvelar la narrativa de sentido de la existencia humana desde “la facticidad de la experiencia” y no desde las puras ideas. O la magnífica obra de la epistemología genética del siglo XX, mostrando el progresivo surgimiento de las estructuras de la razón, desde el plano de la conducta biológica.
Lo que ha sucedido -o mejor diría, está sucediendo- es un cambio de paradigma. El modo básico de captar y entender la realidad toda, no sólo la concerniente al campo humano, ha cambiado -está cambiando- de un modo radical. El nuevo paradigma que está todavía emergiendo, tiene a mi entender, enormes consecuencias, presentes ya para inteligir en profundidad de otro modo la vida humana. De esto quisiera hablaros hoy, aquí, con especial referencia a sus implicaciones en la captación y conceptuación de la salud y enfermedad humanas.
Tal vez el mayor cambio paradigmático, actualmente en curso, sea el paso del “substancialismo” a la visión “dialéctico-estructural sistémica” de la realidad. El substancialismo veía las realidades como siendo estructuras aisladas, compuestas “ya” por elementos subyacentes, los cuales se relacionarían sumatoriamente entre ellos, por las propiedades que cada elemento ya tiene “en sí” . Y veía a cada cosa siendo lo que es “en sí” por algo subyacente a sus apariencias y a sus cambios, su esencia inmutable (la substancia: el hypokeimenon aristotélico). Estas mónadas aisladas, como las designó el gran matemático y filósofo Leibniz, podrían mantener relaciones ulteriores de causalidad entre ellas, por lo que ya son cada una de ellas.
En cambio, la visión que actualmente está surgiendo, tiende a ver la realidad como un “campo de fuerzas” que, con sus inter-juegos, van organizando estructuras locales, como unidades que se diferencian del sistema general del campo. Cada estructuración, más compleja, que emerge del campo, construye dimensiones nuevas en la realidad. Un ejemplo aclarará este galimatías.
La correlación sistemática de los elementos arquitectónicos físicos de una casa -los ladrillos- es lo que hace surgir la “estructura espacial” de esa precisa casa. En primer lugar, diferenciando en el espacio físico un espacio interior de un espacio exterior. Esto permite a su vez, que el espacio interior tenga un clima diferente que el espacio exterior.
Este aislamiento del interior respecto del exterior, que no sólo es térmico sino acústico, visual, etc., convierte el interior en un espacio “habitable”, esto es, constituye un hábitat. Ese espacio de morada ya no es meramente físico–geométrico, tiene cualidades nuevas de acogimiento (confort, comodidad, privacidad) y de funciones vitales (dormir, cocinar, ducharnos, platicar) que ni estaban antes, preconstituidas en los elementos de construcción, ni pertenecen a las estructuras meramente físicas. Han surgido desde el conjunto global (la casa) y de sus relaciones urbanas con el entorno (aislamiento, pero también comunicaciones con el espacio externo: iluminación, aireación, agua, electricidad, cloacas, tránsito de personas, viandas, etc.) y han surgido, repito, dimensiones no físicas, sino habitables “para y por” la vida. Una topología física ha dado origen a una topología vital. Y aún más allá de ello, las barreras arquitectónicas han generado espacios de vida íntima (el cuarto de baño y el dormitorio) que diferencian y discriminan entre la vida pública (o publicable) y la vida íntima y privada.
El interior (geométrico), se transforma en ámbito vital interno y este se transforma en ámbito íntimo, privado, que es un ámbito moral, un ámbito cuya estructura está configurada por valores éticos, no sólo vitales, ni funcionales.
Las nuevas configuraciones espaciales, que emergen de las previas, en planos sucesivamente más complejos, están, por supuesto, condicionadas por la construcción de las estructuras de los planos previos, pero no están determinadas por ellas. Esto es fácil de mostrar en nuestro ejemplo.
La construcción física de las casas y palacios en la Edad media, hasta entrada la modernidad, no dieron origen a diferenciar espacios privados y públicos, puesto que la sociedad humana no había producido todavía esa moderna diferenciación moral de la intimidad: las actividades excrementicias y sexuales se realizaban frecuentemente en público, incluso en las lujosas cortes, sin necesidad de privatizar, de privar a estas actividades de la vista pública. Se realizaban sin pudor, pero también sin exhibicionismo.
Abundando en mi ejemplo arquitectónico: cortinados de abrigo y decoración los hubo desde la antigüedad. Los visillos de las ventanas a la calle, en cambio, aparecieron con la Modernidad y el desarrollo del concepto y la vivencia de la mencionada intimidad subjetiva. Y, según sea vivida esta subjetividad, así serán los visillos. En las sociedades meridionales de Europa, de moral católica, los visillos son completos, de arriba abajo, para preservar del público dicha intimidad de los individuos, que sólo deben dar cuenta de su fuero interno a Dios. En los países septentrionales, de moral protestante, los visillos cubren solo media ventana, ya que el valor de lo correcto está en función de lo que es bueno para la sociedad, y no sólo para Dios.
Pasando ahora desde el ejemplo introductorio al núcleo temático de la exposición, tendríamos que preguntarnos: ¿qué es una frontera, cuál es su concepto? En el ejemplo arquitectónico señalado, ya habrá quedado patentizada su primera característica: frontera es una delimitación. Paredes, techo, ventanas son lindes que distinguen y separan distintos espacios. Pero esa separación no es un mero límite que aísla. Las ventanas aíslan climáticamente, pero las ventanas no aíslan lumínicamente, introducen la luz desde el exterior al interior y llevan la mirada desde dentro a fuera.
Las fronteras delimitan de modo diferencial y discrecional. Dejan pasar unas cosas y no otras. Separan y transportan. Y además lo hacen de modo no estático, sino dinámico en un sentido y en otro. Se cierran postigos, se abren puertas, se traslada el calor desde el interior hacia el exterior, como sucede con las “bombas de calor”, esto es, las neveras y los aires acondicionados. O se traslada la energía eléctrica y el agua corriente desde el exterior hasta el interior, en función de las necesidades de sus habitantes.
Una frontera, más que un rígido límite que delimite aislando, es una “dinámica estructural de interfase”, que deslinda un ámbito de otro (hábitat-intemperie) a través de una “comunicación diferencial” entre los dos espacios colindantes de la interfase.
Es la frontera, con su intercomunicación discrecional (esto sí, lo otro no, esto ahora, aquello luego, esto para aquí, y lo otro para allá) la que distingue y diferencia las estructuras que constituyen los ámbitos de un lado y otro de la frontera: calle // casa, por ejemplo.
Di-ferenciar quiere decir llevar o transportar distinguidamente hacia un lado y hacia otro. Ferir es transportar, como en transferir. Pero, para que este diferir transporte hacia uno y otro lado de un modo con-structivo, co-estructurante, es necesario, concomitantemente, distinguir unas cosas de otras, discriminando qué es oportuno llevar hacia un lado u otro y cuándo lo es. La frontera tiene que discriminar lo que corresponde en cada momento a la construcción de cada uno de los lados que la frontera comunica, insisto, diferencialmente.
Las fronteras entre los países funcionan así, y son realmente constructivas cuando el intercambio de personas, bienes y cultura es edificante para los dos lados. En todo caso, el deslinde fronterizo es constitutivo de la geopolítica de un país como estado independiente. ¡Independiente, no aislado! Y es constitutivo de cada identidad nacional. La identidad de las cosas, especialmente las vivas, se constituyen desde las fronteras.
Un ser vivo, entre ellos el hombre, se autoconstruye a través de su relación incorporativa y excorporativa con el entorno. Es el concepto actual de “autopoiesis”. Concepto hecho universal a partir de la labor de dos notabilísimos chilenos: Varela y Maturana. El concepto de autopoiesis señala la característica nuclear de un ser vivo, al menos para la mayoría de los grandes biólogos actuales y para los más profundos pensadores de la reflexión teórica sobre la vida, como es el caso de Hans Jonas.
En realidad, la autopoiesis no es una característica que tenga el ser vivo, ni siquiera entendida como propiedad fundamental. La autopoiesis es la dinámica que permanentemente está construyendo la propia unidad del ser vivo, como estructura diferenciada, diferenciándose del entorno. Es la organización constructiva de la unidad propia del organismo, como actividad anti-entrópica, que se opone continuamente a la disolución del espacio orgánico en sus elementos físicos, dispersados por la entropía, en cuanto cesa la autopoiesis, la autoconstrucción. En esto último consiste la muerte. La salud, en cambio, no es más que “la armonía integral autoconstructiva de la vida”.
Insisto, la capacidad de auto-construirse no es algo que tiene el ser vivo existente. No, es el proceso autoconstructivo el que hace y mantiene al ser vivo. Y este proceso constructivo, en que consiste la vida, no es tan sólo un proceso anátomo-fisiológico intraorgánico, es también y fundamentalmente un proceso comunicativo diferencial con el entorno del organismo, transformado, por esa misma dinámica comportamental en “nicho ecológico”. Como todos sabemos, el nicho ecológico no es el mero entorno físico-químico o paisajístico de los animales, es el medio vital externo, sin el cual la vida no existe. Ese medio vital externo, el nicho, es construido selectivamente por cada especie de un modo diferente, por una conducta discriminatoria frente a todo lo que hay en el entorno, constituyendo un medio externo totalmente coherente con el medio interno y con la estructura funcional de ese particular organismo.
Esa coherencia organismo-nicho, de plena y mutua adaptación, habla en contra de la supervivencia de los organismos mejor adaptados al medio, como dinámica prioritaria de la evolución biológica, algo cuestionado hoy por algunos de los mejores biólogos evolucionistas, como Lynn Margulis o Brian Goodwin.
Cuando yo estudiaba medicina, hace 50 años, justo al otro lado de la frontera, en Mendoza, me insistieron mucho, afortunadamente, en el estudio del “medio interno” orgánico y sus regulaciones bioquímicas y hormonales, controladas por el sistema nervioso vegetativo. Pero nunca me hablaron del “medio vital externo”, sin el cual el medio interno ni existe, ni es plenamente comprensible. Estos medios vitales, interno y externo, existen de uno y otro lado de una frontera que los delimita, los diferencia y los comunica.
La piel y las mucosas son una frontera vital de nuestro organismo. Vital para mantener el organismo vivo, como muestran las quemaduras extensas de la piel. Y vital para la incorporación energética y material de lo apropiado al organismo y para desechar de este lo que ya es inapropiado.
La mucosa a todo lo largo del aparato digestivo, distingue claramente ambas caras de su estructura. De un lado el medio interno, del otro el medio externo, al cual pertenece el espacio del tracto digestivo, con su flora y su fauna, como corresponde al paisaje exterior. Pero esta distinción es, al tiempo, transferente: la frontera–mucosa incorpora y excorpora a través suyo: asimila las fuentes de vida (los alimentos) integrándolas selectivamente al organismo, al tiempo que elimina hacia fuera los detritos de la vida. Del mismo modo, la mucosa de los alvéolos bronquiales del pulmón incorpora oxígeno, como energía rápida, y elimina anhídrido carbónico, en un intercambio vital maravillosamente armónico con las plantas, que incorporan anhídrido carbónico y exhalan oxígeno. ¡Cuidar los árboles amazónicos y de vuestro maravilloso sur chileno, donde viví dos de mis mejores años, no es meramente una acción ética encomiable, es cuidar nuestro árbol bronquial pulmonar, que no es más que el árbol de este lado, de los del otro lado del mismo bosque vital!
El concepto de “membrana” en la biología de hoy es fundamental, ya que describe ese curioso alineamiento molecular que construye las membranas celulares, y las del núcleo y orgánulos intracelulares, diferenciando y separando la composición bioquímica a uno y otro lado de ellas. Hoy sabemos que las membranas biológicas tienen puertas que comunican uno y otro lado, transportando elementos físico-químicos de un lado al otro de un modo discriminado en cada momento fisiológico de las funciones vitales. Así por ejemplo, transportan átomos de distinta carga eléctrica, por los llamados “canales iónicos”, sin cuya actividad transportista nada funciona en el organismo, por ejemplo los potenciales eléctricos de acción de dendritas y axones de las células nerviosas, que transmiten la información.
Pero las estructuras membranosas del organismo, verdaderas y eficacísimas fronteras “constructivas de lo vivo”, no son sólo vitales dentro del organismo, sino que distinguen, como frontera exterior abarcativa, al propio organismo del resto del mundo. La frontera exterior distingue entre el “intracuerpo” y el “extracuerpo”, usando una bella expresión de Ortega y Gasset, transformando el intracuerpo en medio vital interno y trasformando el extracuerpo en medio vital externo o, lo que es lo mismo, transformando el intracuerpo en organismo y transformando el extracuerpo en nicho ecológico.
Muchos biólogos, sean investigadores pragmáticos como Goodwin o teoréticos como Hans Jonas, postulan el “fenómeno membrana” como más fundamental que el fenómeno “moléculas auto-reduplicativas” (ARN – ADN) para la aparición y constitución de la vida. Sin una membrana que encierre diferencialmente el medio interno orgánico no es posible el fenómeno del metabolismo. Este exige “una barrera de separación entre lo vivo y lo inerte”, como postula Robert Shapiro en su artículo sobre “El origen de la vida”. Esta sería, según ese autor, la primera condición de los cinco principios básicos del surgimiento metabólico de la vida, en la saga teórica de Alexander Oparín. Una hipótesis mucho más probable que la de la “molécula replicante primaria” para el origen de la vida. En palabras de Gilbert Simondon: “lo vivo vive en el límite de sí mismo, sobre su límite (...). La polaridad característica de la vida se encuentra en el nivel de la membrana; es en ese lugar donde la vida existe de manera esencial como un aspecto de una topología dinámica, que mantiene ella misma la metaestabilidad por la cual existe (...)”.
Pero es que la membrana, insisto, no es una mera barrera de separación entre el vivo y su entono inerte. Es que el vivo no es un viviente sin incorporar materia y energía del entorno. Esta incorporación no sólo se hace a través de esta barrera, es que la realiza la dinámica de la barrera, que constituye una frontera. Pero dicha incorporación activa de los nutrientes por parte de la membrana, exige a ésta seleccionar lo pertinente de lo impertinente, exige que la membrana distinga lo apropiable para el organismo, de lo inapropiable o inconveniente. Esta exigencia constituye la “sensibilidad informativa” de la membrana. Ya desde la escala más baja de los seres vivos, como son hoy todavía las bacterias unicelulares, la frontera distingue informativamente en su entorno aquello que es un recurso para su vida, de aquello que es neutro y de aquello que es negativo o peligroso.
Con la vida, como proceso autopoiético ha surgido, en la frontera misma, la sensibilidad como correlación y comunicación informativa: surgen así las “sensaciones” del organismo y los “estímulos” del nicho.
Desde el primer momento de aparición de la vida emerge -como una necesidad exigida por el nuevo nivel de organización de la realidad- un “novum” radical, “la sensibilidad informativa”, el primordio de lo que será mucho más adelante en la evolución, el “saber” y el “entendimiento”. No olvidemos que saber viene de sabor. Todo ser vivo distingue -en su frontera, con su frontera- los sabores del entorno. La piel de los pluricelulares, entre ellos el hombre, es el órgano de la sensibilidad exteroceptiva, del exterior, incluyendo vista, oído, gusto y olfato, cuyos órganos sensoriales son todos derivados de la piel, como lo es también el cerebro, el órgano de procesamiento central de toda la información. El cerebro, también el humano, pertenece a la frontera, a la “interfase organismo medio”. Sólo desde esta perspectiva tiene hoy sentido el acucioso y tan manido problema mente-cuerpo o mente-cerebro.
Si damos ahora un salto hacia delante en la evolución, llegamos al hombre, ese animal hipercomplejo en su organismo como en su modo de vivir, siempre inquieto e itinerante, que no cesa de intentar explorar y extender sus fronteras. Y constatamos que éste hombre, es un animal peculiar, que puede construir “cultura”, más allá de la “natura”, desde las armas de piedra hasta la poesía, y que puede fabricar instrumentos para explorar las fronteras del universo galáctico y las fronteras del universo quántico subatómico. Esta especie curiosa, desde que apareció en el este africano, no ha hecho más que extender las fronteras de su nicho ecológico; primero con la rápida emigración a todos los continentes y a todas las geografías climáticas, desde el ecuador a los polos; luego, conquistando los mares y los cielos, hasta pasearse por la luna, allí donde los antiguos cifraban la frontera entre el mundo sublunar humano, y el mundo supralunar de los dioses.
Pero el hombre no sólo explora y extiende las fronteras, sino que continuamente crea nuevas fronteras y fabrica nuevas fronteras. Desde el iglú de hielo, hasta los actuales edificios inteligentes.
Pero también crea fronteras muy distintas de las materiales. Las normas y leyes de organización social son fronteras simbólicas, basadas en valores, que demarcan los límites de la conducta de cada individuo en relación a otros individuos y a la sociedad como conjunto.
Por último, de la lista interminable de fronteras humanas, señalo las hipótesis, leyes y teorías científicas, que intentan delimitar cognitivamente unas de otras las estructuras de la realidad, entendiendo y constatando no sólo cuales son los límites que delimitan unas cosas reales de otras, sino comprendiendo cómo se diferencian en la mutua correlación que mantienen entre sí, para ser respectivamente lo que son, cada una diferencialmente “en relación” a las otras.
Con ello, vuelvo al inicio de mi exposición: el descubrimiento reciente por el hombre de los “paradigmas”, esto es, de un horizonte de captación diferencial, que circunscribe no sólo lo que vemos de lo que no vemos, sino que constituye nuestro modo de ver en relación al modo de ser de lo real, concebido por ese horizonte paradigmático, más allá de cuya frontera sólo existe lo que parece inconcebible.
¿Qué ha pasado con la frontera del animal humano, para que se diera esta multiplicación compleja de sus fronteras, que lo ha llevado, por un lado al dominio pragmático de tantas estructuras planetarias, y teóricamente a la comprensión de algunas de las estructuras fundamentales del universo? Las mismas fronteras que frecuentemente lo enredan en sus mallas atrapantes y conflictivas, y otras veces lo incitan a no tomarlas en cuenta, a intentar sobrepasar todas las fronteras, no sólo de la ética, sino también de la realidad, como sucede tan frecuentemente en este periodo confuso de nuestra actual posmodernidad, en que parece ya no haber límites para nada.
En primer lugar, la sensibilidad animal se transformó en inteligencia humana, esto es, apareció la capacidad simbólica en su comunicación informativa con el entorno. Esto llevó al hombre a percibir cosas en lugar de meros estímulos. Cosas reales, con un significado, con una información de qué es y cómo funciona cada cosa en relación con las demás cosas de su entorno real, transformado ahora de nicho ecológico en mundo significativo, por lo tanto cultural.
Con ello aparece el lenguaje, no sólo como comunicación entre los hombres, sino también como comunicación con el mundo. El hombre habla con las cosas y estas hablan con él, a través de ese sistema del logos, que es palabra, juicio, concepto, definición. Los estímulos de la sensibilidad animal, se transforman en cosas, en “algo” identificable, denominable, nombrable. Y el organismo sensible se transforma en “alguien” con identidad propia. “The stímulus turns in something, the body becomes somebody”.
La aparición del nivel simbólico en la sensibilidad humana, como nueva frontera que ahora no sólo distingue estímulos, sino que discierne cosas con significado propio, inaugura el tipo humano de inteligencia, un entendimiento mediado por la frontera del logos y del lenguaje.
Esto le ha permitido al hombre hacerse cargo de las formas de las cosas reales para trans-formarlas en objetos culturales y para trans-formarlas en utensilios, en instrumentos multiplicadores de su poder hacer. La vida del hombre depende totalmente del poder de lo real, del cual él se apodera como recurso (el fuego, por ej.), gracias a sus específicas fronteras.
Esa frontera del logos simbólico, lo ha llevado al hombre, no sólo a transformar el mundo, sino también a hacerse cargo de sus propias formas de ser y de vivir y a intervenir en ellas trans-formándolas, trasformándose a sí mismo. Esto constituye nada menos que toda la historia de la humanidad, desde la proto-historia y la pre-historia hasta la actual pretendida post-historia.
Esa frontera que es el logos de la inteligencia humana, puede, en su carácter meramente simbólico, ser abstraído del soporte material de los entes y de los estímulos, y constituir estructuras significantes puramente abstractas, con una estructura meramente narrativa. El ejemplo paradigmático sería una novela que crea mundos y personajes. Pero también lo son las narraciones mitológicas e incluso las narraciones históricas. Y hasta las ciencias tienen un carácter narrativo. Es cierto que desde Galileo y Newton, las ciencias experimentales someten la narración de las teorías a la prueba experiencial del experimento, pero no dejan por ello de estar condicionadas por estructuras meramente narrativas. No hay ciencia sin palabra, sin lenguaje, y ahí están los distintos paradigmas científicos.
Como ya señalé al comienzo de mi exposición, el logos humano, como frontera informacional que diferencia y comunica significativamente, constituye las distintas “cosmovisiones” en que el hombre habita.
Estas cosmovisiones construyen el “campo de realidad” que él percibe, al tiempo que construyen su modo de percibirse, de percibir su propia realidad, su propia identidad.
Ese poder del logos, del medio simbólico cultural en que se desarrolla la conciencia humana, siempre condiciona el entendimiento y la libertad humana, pero no necesariamente los determina. Al menos desde la aparición de la “conciencia crítica”, en el paso de la infancia a la adultez humana: inaugurada en el siglo VI antes de Cristo para la humanidad en general, y perseguida a partir de la adolescencia por cada individuo actual.
Conciencia crítica es cuestionar desde la realidad la verdad de cada logos, de cada palabra. Significa distinguir el plano simbólico del discurso, del plano fáctico de los hechos; significa diferenciar la veracidad de los juicios lógicos, de la mera autoridad jerárquica de quien los emite; significa discriminar en la realidad de cada sujeto histórico, la autonomía de sus criterios personales, de la heteronomía de los criterios sociales vigentes; sin olvidar, eso sí, que la libertad de elección sólo es realizable “en” la realidad, “gracias” a la realidad, la cual nos impone siempre sus límites y sus estructuras, sus fronteras.
La aparición de esa conciencia crítica es el surgimiento de una nueva frontera, que nos comunica diferencialmente. Es la frontera entre lo personal y lo impersonal. Esta frontera, que históricamente apareció con el prodigioso salto de la cultura helénica, no ha terminado todavía de construirse plenamente. ¡Estamos aún en esa tarea!
Esta nueva distinción comunicativa, implica la convivencia “desde y en” las diferencias personales, cuyo respeto, no sólo aceptación, es hoy imprescindible para la ética democrática y es, a su vez, la exigencia real que demandan esas diferencias personales, para el “encuentro” constructivo, armónico y amoroso entre las personas y entre los pueblos.
No creo que sea bueno que todas las fronteras desaparezcan, dando paso a la homogeneidad entrópica, con la pérdida de la riqueza diversificante de las diferentes culturas. Lo que creo es que las diferencias deben ser asumidas como dimensiones de un nuevo nivel de comunicación más alto que, al superar las diferencias distanciadoras, las plenifique por la integración de las distinciones, en una unidad armónica más rica y llena de contrastes mutuamente potenciadores.
Hace muchos años leí con entusiasmo un exquisito libro, titulado “saber y dialéctica”, del chileno Jasinowski, que exponía con sabiduría el reemplazo de la dialéctica hegeliana de contradictorios, abocados a la negatividad de su mutua destrucción, por la dialéctica de contrapuestos, esencialmente constructiva, como hemos visto en todos los ejemplos de fronteras.
Tal vez una de las muestras más sublimes de esa dialéctica de contrapuestos sea el amor hombre-mujer, capaz no sólo de engendrar una nueva vida humana, sino de alumbrar un mundo de amor y ternura desde las diferencias biológicas, sensibles y valorativas de ambas partes contrapuestas, dentro de una unidad armónica abarcativa. Contribuyamos a eliminar las discriminaciones de género, que atentan contra la dignidad de las personas, pero mantengamos las diferencias entre el ser femenino y el masculino, que llena la historia humana de nobles gestas y tiernas poesías. <<Frente al igualitarismo homogeneizante que disminuye la calidad del encuentro, reivindico el amor al otro por ser otro, que me haga ser “más yo mismo” con el otro, que sin él.>>
Si antes hice mención a la caducidad del concepto de “adaptación” como eje del proceso evolutivo, ahora menciono su sustituto, el principio de individuación, que ve la tendencia evolutiva de la progresiva complejidad, como el logro emergente de unidades con una identidad propia cada vez mayor, que implica una ganancia de independencia respecto a su entorno, con unas relaciones de mayor dominio sobre él. Esto es, justamente, lo que van logrando las sucesivas fronteras surgidas evolutivamente.
Recuerdo aquí que “dominio” no significa sometimiento, ni aplastamiento. Dominar viene de Domine, señor, y de Domus, casa. Dominar es enseñorearse de la casa para cuidarla, enriquecerla y plenificarla como morada. Morada sin la cual el hombre, a su vez, se convierte en un “paria”.
Esa es la tarea a la cual nos invita y nos obliga nuestra actual frontera, la tarea de “apropiarnos personalmente” del entorno, de un modo apropiado a cada ente de nuestro mundo circundante con el cual establecemos comunicación. Todos los entes de nuestro mundo tienen su propia dignidad, hasta las piedras. Pero especialmente nuestra comunicación debe establecerse de un modo apropiado a cada otra persona, respetando su propia individualidad, al tiempo que a la dignidad máxima de este planeta que toda persona encarna.
Ya la membrana del infusorio unicelular cumple la función fronteriza apropiativa, que construye al propio organismo, delimitando la unidad propia del in-dividuo indivisible que es un ser vivo. «Una unidad propia por apropiación.» De aquí que la enfermedad somática haya sido definida magistralmente como “expropiación”, por mi amigo el Dr. Diego Gracia Guillén, otro miembro español de esta academia de medicina chilena.
Expropiación: algo que siendo propio de la unidad orgánica, pierde su condición de coherencia constructiva de ese organismo. Es el caso de un cálculo renal, un cuerpo extraño producido por el propio riñón, que puede enajenar la función de éste. O el caso de las células tumorales, multiplicándose sin concierto con el resto de células y tejidos, a los cuales invade como un enemigo extranjero. O ese paradigmático ejemplo de expropiación, constituido por las enfermedades autoinmunes, donde el sistema inmunitario, el “yo biológico”, el encargado central de distinguir entre propio y ajeno, confunde lo propio con lo ajeno, atacando destructivamente al mismo organismo.
En el caso de la enfermedad psíquica, esto es semejante, se produce una enajenación, una alienación, ya sea del propio sujeto de la conducta, ya sea de una dimensión de su ser psíquico, como la libertad en el caso de las adicciones; ya sea la enajenación de recursos del mundo, como pasa en las fobias, en las cuales el sujeto es incapaz de apropiarse de un determinado objeto o una situación, como posibilidad para realizar su vida.
Las enfermedades psíquicas son expresamente enfermedades de la frontera del individuo humano, son alteraciones del discernimiento lógico y afectivo en su relación con su medio. Es el mal funcionamiento de su captación del significado de las cosas por su entendimiento y del mal funcionamiento de su afectividad, que distorsiona el sentido que esas cosas tienen para él, lo que hace que la persona esté afectada (angustiada o deprimida, por ej.) y es lo que impide que la persona construya su vida biográfica de un modo apropiado, lo que también le hace sufrir. En la enfermedad psíquica, más que una expropiación de lo ya propio, lo que hay es una des-apropiación conductual por parte del sujeto humano, que en este caso, en lugar de personalizar y realizar su vida, la desrealiza y la despersonaliza, por supuesto que sin quererlo y en general sin saberlo.
Y es que el último tipo de frontera surgido en este planeta, que distingue, diferencia y discrimina entre lo personal y lo impersonal, constituye una estructura muy compleja y sutil, hecha de criterios racionales de la inteligencia, aunadamente a criterios valorativos de la afectividad, que nos hacen presentes los valores trascendentes de las cosas, trascendentes a su pura materialidad o funcionalidad.
Esta -hasta hoy- última frontera entre nosotros y el mundo de la vida, que nos permite apreciar los valores intrínsecos de la realidad de cada cosa y de cada persona, nos hace libres de optar por distintos valores, al tiempo que nos hace responsables de la misma realidad. En primer lugar de nuestra propia realidad, teniendo que “hacernos cargo” de la realización de nuestra propia vida. Pero esto incluye hacernos cargo de la responsabilidad de cuidar la realidad de la cuál depende nuestra vida. Tomando en cuenta que el nuevo paradigma de entendimiento nos muestra hoy la intrínseca correlación de toda la realidad, de cuyo sistema general nosotros participamos, somos parte de ella. De aquí que sea absurdo pretender ser sus dueños absolutos. Más bien tenemos, por inteligencia y por ética, el papel actual de cuidadores de la realidad, de la cual dependemos.
Como han señalado los más profundos pensadores del siglo XX, nuestra condición humana actual nos exige ser “los pastores del auténtico ser de lo real”. Hoy en todo caso, la frontera de nuestro conocimiento, tanto científico cuanto metafísico, nos sitúa ante el misterio inabarcable de “el todo universal”, generador de partes cada vez más diferenciadas en su mismo interjuego fronterizo. Entidades locales, que son cada vez más ellas mismas, con una identidad más fuerte -como nuestras identidades personales, las nuestras de aquí hoy- identidades fuertes, que nos permiten reconocer claramente las identidades propias de cada ser; en primer lugar la de cada otra persona, por encima de las fronteras de menor rango, como son las identidades impersonales de sexo, raza, estamento social o nacionalidad.
Todos y cada uno de nosotros somos frutos individuales de una realidad históricamente creativa: desde la física de nuestro pequeño planeta con su larga evolución biológica, hasta la historia cultural de la humanidad, que ha ido generando nuestra actual mentalidad, capaz de preguntarse por nuestro puesto en el cosmos y por la esencia de nuestro ser, y asumir que cada persona “es” una frontera que “sabe” que es una frontera, que tiene que hacerse cargo de su carácter fronterizo para ser plenamente lo que es .
La generosidad creativa del ser de lo que hay, ha ido generando multitud de diferentes fronteras, desde aquella que separó tempranamente la materia de la antimateria para construir las partículas, los átomos y los astros, hasta las fronteras irrebasables de nuestra conciencia ética. Toda esa miríada de fronteras permanece armónicamente en cada uno de nosotros. Las últimas aparecidas, justamente, nos permiten hoy hablar de ellas con conocimiento. Respetémoslas, ya que somos hijos de nuestras fronteras. Dándonos cuenta que el mayor respeto que podemos experimentar hacia lo que ellas son, es tomar conciencia de que las diferencias producidas por la frontera constituyen ambos lados de una comunicación de meros contrapuestos de una unidad de mayor dimensión, que integra ambos lados de la frontera, y que integra a la propia frontera, en el sistema que da origen y sentido a cada una de sus partes.
Lo que hoy siento aquí, participando del quehacer de vuestra universidad, es un profundo gozo por actualizar mi larga participación anímica, académica y espiritual en la vida de este hermoso país, desde uno y otro lado de su frontera, a lo largo de mi vida.