Dos aclaraciones iniciales al título de esta ponencia. La primera es que aquí adicción se refiere a todo tipo de dependencias y filias. La segunda es que en el desarrollo de la ponencia intentaré mostrar que la segunda parte de su título manifiesta un falso dilema.
Introducción
En la psiquiatría ha sido frecuente asociar las adicciones a un problema de personalidad, que determinaría o al menos propiciaría la aparición de la conducta adicta. Así lo vemos señalado desde antiguo en la adicción al alcohol, por ejemplo. Pero si hay una característica central de la personalidad del alcohólico es el sentimiento de impotencia para asumir las exigencias de la realización de la vida. La tesis de la ponencia es triple. Primero, que el eje estructural de la psicopatología en todas las “adicciones”, o conductas adictivas, lo constituye la relación del sujeto con el poder. Segundo, que el sentimiento y sensación de poder, constituye el eje central del “temple” fundamental de una personalidad, como modo de relación entre el sujeto personal de la propia vida y el mundo personal donde ella es realizada. Tercero, que la esencia de la psicopatología adictiva la constituye una perversión del poder.
Para exponer esta tesis, partiré de algunas consideraciones antropológicas acerca del papel que juega el poder en la vida humana.
En primer lugar recuerdo que la vida, tanto la biológica cuanto la personal, depende rotundamente del comportamiento apropiativo en la relación del individuo con su nicho ecológico y con su mundo. El organismo se mantiene vivo gracias a la incorporación y asimilación de materia y energía del medio, cubriendo sus necesidades vitales. El individuo humano realiza su propia vida satisfaciendo sus propias apetencias. En segundo lugar, señalo que la realización de toda acción depende radicalmente del poder de realización del sujeto de conducta. Veo porque puedo ver, porque no soy ciego. Camino porque no soy paralítico, porque puedo mover las piernas.
Pero estas capacidades, si bien imprescindibles, no son suficientes para la realización del comportamiento. Si el ámbito donde me encuentro no está iluminado, tampoco puedo ver. Si el suelo no es suficientemente firme y áspero tampoco puedo caminar. La ejecución de mis acciones comportamentales pende y depende de mis posibilidades y de las posibilidades de la realidad en donde, y con la que ejecuto mis acciones. De aquí que el verbo modal “poder” esté implicado en la formulación verbal de toda acción. Frecuentemente esta implicación no es explícita, pero siempre subyace a toda acción. Sólo hacemos algo sí, y sólo sí, podemos hacerlo. ¡Y sólo lo intentamos si sentimos que podemos!
Por otro lado, en la medicina humana el tema del poder es capital por dos razones muy contundentes. La primera es que, dependiendo absolutamente la vida de un individuo de la realización de su conducta con el medio, las imposibilidades conductuales, por razones o causas del propio individuo y no del medio, constituyen la esencia de todo estado de enfermedad del individuo. No me refiero a la enfermedad de un órgano o del organismo, que se constituye como “expropiación” de lo ya propio, sino al estado de enfermedad del individuo, que se constituye como in-apropiación o des-apropiación comportamental. Toda la medicina, empezando por la somática, se estructura, tanto en la demanda de ayuda, cuanto semiológica y terapéuticamente, en torno al eje de la pérdida de posibilidades de acciones en-con el medio: “El paciente se queja de no poder hacer normalmente su vida habitual, o tal o cual actividad de ella. El médico intenta que la terapéutica le devuelva dicha capacidad, en alguna medida”.
La otra razón contundente para que el poder sea algo tan central en la vida humana, con implicación frecuente en la psicopatología, es el hecho de las escasas capacidades operativas de nuestra especie en el medio: corre lentamente, ve poco, oye mal, casi no tiene olfato, es escaso de fuerza muscular, no tiene garras ni colmillos, etc. Una pena de especie competitiva. Pero eso sí, tiene una capacidad única en el reino animal, la capacidad de apoderarse del poder operativo de la realidad sobre su entorno. Es su capacidad instrumental o técnica, su poder como “homo habilis”. Desde hace 2 millones de años, el hombre se apoderó del poder golpeante y cortante de la piedra. Más tarde el hombre se apoderó del poder del fuego para cocinar, con lo cual incrementó su poder de conservar y digerir los alimentos. También el fuego le dio su poder como arma defensiva y su capacidad de fabricación de armas ofensivas, desde el arco y flechas hasta las modernas armas de fuego. Y se apropió de su poder en la combustión, para generar energía y con ella potencia y velocidad.
Si todo ser viviente depende de la incorporación material y energética a su organismo, el indefenso, inerme y débil animal humano depende totalmente de la incorporación a su conducta del poder instrumental de la realidad exterior para su existencia. De aquí que, como diría Nietzsche, el hombre está instalado en la existencia como “voluntad de poder”. La historia entera de la humanidad y sus pueblos puede comprenderse como articulada en torno al eje de búsqueda de poder.
El poder en la psicopatología
Digamos, lo primero, que el tema del poder no ha ocupado un lugar destacado en el ámbito de la psicopatología y psiquiatría, salvo excepciones, como fueron Adler y Janet.
En contradicción con ello, la sintomática clínica de las distintas patologías psíquicas, nos muestra: La obviedad de la impotencia en las “impotencias funcionales”; la evidencia de la impotencia en la “depresión”; la patencia de la impotencia “fóbica” frente a su objeto, del cual huye amenazado; la vivencia de omnipotencia en los cuadros “maniformes”; la paralización de todo poder de despliegue en el espacio vital en la “crisis de angustia”; la sensación de impotencia para alcanzar a tiempo lo imprescindible en la “ansiedad”; la impotencia para concluir las acciones de los “anancásticos”; la omnipotencia mágica de algunos psicóticos, acompañada de la impotencia realizativa; y por último, en este escueto señalamiento, la perversión del poder en todas las “adicciones”, tesis de esta ponencia.
Aunque esto se refiera a todas las adicciones, en la ponencia me centraré expositivamente en las adiciones a las drogas, relacionando la explosión actual de su consumo con la situación epocal de nuestra cultura, la modernidad tardía.
El fundamento psicopatológico de todas las adicciones, lo que los alemanes llaman “Sucht”, o conducta viciada —que no viciosa en el sentido moral— es, según mi experiencia y criterio, la misma, sea ésta una adicción a substancias psicotropas, sea esta adicción a las conductas “sadomasoquistas”, sea a ver sexo, como en, la “escoptofilia” o “voayerismo”, o a la pornografía, o simplemente al sexo. Pero también tiene el mismo fundamento psicopatológico la adicción al juego, la “ludopatía”, o al dinero, al trabajo, al consumo; o la adicción al mismo poder, como sucede en tantos políticos. Las conductas llamadas “filias”, junto con las “fobias”, constituyen las estructuras básicas de toda la psicopatología: alcanzar lo que nos dará el poder de vivir; sentirse fuera del alcance del poder que amenaza con aniquilar la vida.
Tipos de poder:
Antes de analizar la psicopatología del poder y en especial la variedad perversa de las adicciones, es necesario explicitar diferencialmente dos tipos fundamentales de poder: primero la condición de “poder” hacer, la posibilidad realizadora ya mencionada, que encarna en el verbo poder. Y frente a éste el sustantivo “el poder”, que encarna el poder jerárquico, el poder de mando y sometimiento. El verbo poder es un verbo modal que no denota una acción, sino que connota el modo de intentar realizarla, como serían también otros verbos modales como apetecer y necesitar, o desear y querer. Son los llamados también verbos páticos, estrechamente vinculados a la subjetividad y a la afectividad. Frente a los verbos ónticos —que señalan acciones de hecho— por ejemplo beber, los verbos páticos indican los diferentes modos de pretender o los modos de vivenciar esa acción. Por ejemplo: a una persona normal le apetece beber un determinado vino, un alcohólico necesita beber alcohol. Apetecer connota un bien relativo, fruitivo, para un sujeto personal que opta desde su libertad. Necesitar connota un bien absoluto, vital, para un sujeto impersonal, sin libertad frente a esa necesidad, que lo esclaviza.
En el caso del verbo poder, este expresa el modo de sentir el objetivo de una acción como accesible o inaccesible, como alcanzable o inalcanzable; y la acción misma como practicable o impracticable, como realizable o irrealizable. Esto implica, a su vez, el modo de sentirse el sujeto a sí mismo respecto de la acción: capaz o incapaz de realizarla, con sensación y sentimiento de potencia o de impotencia.
Como vemos, la sensación y sentimiento de poder del sujeto, la vivencia de potencia o impotencia, condiciona el modo de aparecer del objeto como posibilidad o como imposibilidad, determina el sentido del objeto, en el orden de ser alcanzable, y con ello condiciona el sentimiento del sujeto respecto de su modo de ser: potente o impotente. En esto, como en tantas cosas del comportamiento, hay una circularidad recursiva entre el modo de ser del sujeto y el modo de ser del objeto. El sentido de inalcanzable de algo, se siente como impotencia del sujeto siempre y cuando, claro está, el sujeto tenga la intención o propósito de alcanzarlo.
Todos los seres humanos tenemos potencias e impotencias. Y ellas condicionan nuestras acciones y sus satisfacciones o frustraciones. La vivencia de impotencia detenta carácter psicopatológico sí, y sólo si, está referida a objetivos (o metas) que el sujeto vivencia como imprescindibles para realizar su vida. Un caso típico es la vivencia de impotencia general para alcanzar los recursos del mundo de vida, en el depresivo profundo. Para éste el mundo se ha vuelto inalcanzable. Pero también lo vemos en cuadros de “desarrollos caracteriales depresivos”, donde existe un general desánimo frente a la vida, sustentado en un temple de impotencia personal que cuestiona la posibilidad de llegar algún día a vivir una vida personal suficiente. Esto genera un horizonte de desesperanza que puede llevar a esos sujetos al suicidio premeditado y programado durante años, muy difícilmente evitable. Es una situación semejante a la de algunos tetrapléjicos. [Cuando el sentimiento de impotencia es genérico respecto de la vida, ésta cobra el sentido de invivible.]
Frente a ese poder realizador, a la potencia (Macht en alemán, sustantivación de machen: hacer) se contrapone “el poder”, entendido como estatuto jerárquico en la sociedad, al que designamos como poder social o político, que otorga autoridad y mando (Gewalt en alemán, que deriva de walten: gobernar).
Este no es un poder realizador, constructivo de realidades en el mundo y constructivo de la propia realidad personal. Este es un poder de imposición de criterios a otros (el ordeno y mando) y/o el poder de sobre-posición a lo otro, el estar por encima del otro o de la realidad. Tanto el poder de imposición, cuanto de sobre-posición implican la “vivencia de potencia” como sensación y sentimiento de “ser” poderoso. En la imposición social, la vivencia de ser más que los otros, lleva fácilmente a la prepotencia. En la sobre-posición a lo otro, a la realidad, la vivencia de estar por encima de lo circundante tiende hacia el humor exaltado y el ánimo omnipotente. Lo típico en una fase maníaca.
Este poder no es la potencia objetiva que tiene el sujeto para hacer hechos, como constructor de su vida real. Es la sensación subjetiva de ser poderoso, es la mera vivencia subjetiva de poderosidad. Esencialmente de ser más poderoso que los otros o de ser más poderoso que el mundo real que lo rodea, que las circunstancias. Es la vivencia de no estar sometido, sino de ser capaz de someter.
Temple, Poder y Personalidad:
La relación vital individuo-entorno está modelada por el “modo de sentir” cada sujeto a su entorno, y de sentirse en ese entorno. Si alguien siente al entorno peligroso, se sentirá a sí mismo en peligro y el sentimiento relativo será el temor. Peligroso es un adjetivo o nombre modal, que connota el carácter de algo del mundo, como modo de ser respecto al individuo, en este caso como posibilidad destructiva para la vida del individuo. Temor es la sustantivación del modo de sentir lo percibido como temible, como peligroso, esto es, temerosamente, un adverbio que indica un modo de relación. Si algo es percibido como temible, el modo de sentirlo es temeroso, y el modo de sentirse delante de ello es con temor. Este modo de percibir y percibirse en la relación con la situación presente o con el mundo, determina, a su vez, el modo de relación propositiva con el entorno. En nuestro ejemplo, alguien con temor se dirigirá a la situación con desconfianza si el peligro que percibe es bajo. Si el peligro aumenta lo hará con precaución. Si es alto intentará no actuar, evitar el contacto con lo peligroso, y si es muy alto, amenazante, intentará desesperadamente la huída o quedará paralizado de terror, como en las fobias.
Ahora bien, temeroso es también un adjetivo, que en este caso connota el modo de ser habitual de un individuo, que tiende a percibir el mundo como “habitat” peligroso. Pero ahora la temerosidad no es un sentimiento particular respecto de un entorno particular, es un “estado afectivo” referido al mundo, es un humor o un ánimo o un temple. Estos estados afectivos, que connotan el modo de sentir al mundo en general y el modo de sentirse en dicho mundo, son importantes en la psicopatología: tenemos un humor depresivo, un ánimo desconfiado o un temple delirante o predelirante.
Cuando el humor, el ánimo y el temple determinan el modo habitual y básico de habitar en el mundo, configuran la estructura de personalidad. La personalidad no es una estructura de la persona en sí, es un modo de relación con el mundo. Hay personalidades depresivas, desconfiadas, o paranoides. También hay personas con poco temple, poco templadas, aunque la expresión no sea usada como una caracterización de personalidad en psiquiatría, pero sí para describir modos de ser de personas con patología. Las personas que padecen la llamada “distimia”, son personas que tienen poco temple, poca templanza, esto es, poca firmeza frente a los problemas de la vida y poca independencia afectiva respecto de las circunstancias.
La sensación y el sentimiento de potencia propia respecto de la potencia del mundo, suele constituir el temple básico del carácter. Así decimos que una personalidad es madura, si está bien templada frente a las vicisitudes de la vida, que tiene un carácter firme, que resiste con determinación e independencia los enfrentamientos y diferencias con las situaciones. Esto no es de extrañar si recordamos el papel que juega en la vida el poder hacer como modo de sentir al mundo asequible o no para realizarla. Y el papel que juega en la psicopatología el sentirse al alcance del poder de lo otro, desde las fobias hasta el delirio de persecución.
El temple básico, como estructura diferencial de los propios criterios y valores frente al poder del medio social y como sentimiento de potencia ejecutiva respecto del mundo natural, constituye el suelo, firme o frágil, de la personalidad como relación modal persona-mundo.
En el caso de las adicciones, lo más frecuente es encontrar la patología de la personalidad precisamente en esa dimensión básica del temple como sentimiento y sensación de impotencia, ya sea generalizada o acotada a un determinado ámbito de la vida. Lo mencioné respecto del alcohólico. Pero también se da en las demás adicciones, en las cuales el sentimiento de no tener poder para realizar determinadas acciones, vividas como imprescindibles para vivir, es lo que lleva a estas personalidades a buscar el poder fuera de ellas, en algo que les proporciona la sensación de poder, gracias al cual podrían vivir. Esto las vuelve dependientes y adictas a lo que les proporciona dicha sensación de poder.
La patología del poder:
Como ya señalé, es frecuente la psicopatología del poder. Su forma más frecuente es la vivencia de impotencia. Es cierto que esto constituye el núcleo de la situación de enfermedad de un sujeto, aún en el caso de la patología somática, como ya señalé. A los pacientes no les importa tanto la alteración anatómica de sus órganos, cuanto la perturbación funcional de esos órganos, que altera la normal y habitual realización conductual. Aquí, la perturbación funcional determina la vivencia afectiva de impotencia.
En el caso de la psicopatología, la impotencia no es el mero resultado del menoscabo funcional del organismo, como instrumento de realización de las acciones comportamentales (órganon significa instrumento). En psicopatología es la vivencia de impotencia para acceder a los bienes del mundo, o para defenderse de sus ataques, lo que ocasiona el sufrimiento. Si el sentimiento de impotencia es intenso, este impide incluso el intento conductual de apropiación de los recursos para realizar la acción y vivir, que puede ocasionar la impotencia funcional, como en los llamados “síntomas de conversión” o en la impotencia sexual psicológica. Aquí la sensación subjetiva de impotencia se objetualiza, se cosifica como modo absoluto de ser en sí del sujeto, quien pasa a sentirse objeto de poderes ajenos. Un fóbico social respecto de su posibilidad de relación erótica con las mujeres, a las que siente como muy poderosas y peligrosas, las rehuye, incapaz de manifestarse, pues quedaría entonces ex-puesto a su poder aniquilante. Esta fobia puede originar contrafácticamente filias o adicciones sexuales. La “escoptofilia”: poder ver sexo como objeto de espectáculo, sin peligro personal; el “exhibicionismo”: sentir el poder de conmocionar a jovencitas, sólo mostrándoles su objeto sexual; la “adicción a la pornografía”: sentir el poder de controlar (virtualmente) un gran ámbito sexual, que no exige ni demanda contrapartidas.
En algunas estructuras psicopatológicas el sujeto, desde su profundo sentimiento de impotencia personal, lo que busca es la sensación de potencia como modo de ser, no como capacidad de hacer. Tal vez la estructura más típica de esta dinámica sea el sadismo. El sádico (en la sexualidad o fuera de ella) no goza con su potencia ejecutiva, goza en el sometimiento del otro, lo que lo hace sentirse un sujeto por encima del otro, más sujeto que el otro, y en última instancia, lo hace sentirse el único sujeto en la relación con el otro cosificado, convertido en puro objeto sometido.
La perversión del poder en las adicciones:
¿A qué es adicta la persona drogodependiente? No estoy preguntando a qué se han acostumbrado bioquímicamente las células del organismo, ni cómo el metabolismo de ellas depende de la incorporación de unas determinadas moléculas exógenas. No es que esto no suceda. Por supuesto que esto es así. Pero... el acostumbramiento y dependencia metabólica del organismo a una substancia, es siempre una consecuencia de su consumo comportamental.
El ser humano puede presentar una conducta adictiva a casi cualquier sustancia, incluso al agua, como en la “potomania”. Pero también puede presentar conductas adictivas a innumerables actividades, desde al trabajo al robo de cosas innecesarias en la “cleptomanía”, o a los juegos de azar en la “ludopatía”. También es frecuente hoy la adicción a los instrumentos de comunicación, como Internet, la TV, o simplemente al teléfono móvil, que otorgan la sensación de poder controlar amplios dominios (virtuales).
Todas estas adicciones, aún claramente diferentes, tienen una estructura comportamental y vivencial común. Vuelvo a la pregunta. ¿A qué es adicto, a qué está enganchado un sujeto en la drogodependencia? Si consultamos a los propios sujetos, todos ellos nos dicen que tienen la necesidad de un determinado estado psíquico o subjetivo, que se lo proporciona esa determinada substancia, lo cual promueve la conducta de consumo compulsivo, sin el cual no hay adicción.
¿En qué consiste ese estado psíquico o vivencial? En el primer momento, los sujetos refieren un estado de bienestar que, por supuesto, no es idéntico con todas las drogas. Va desde el paraíso artificial de la ensoñación displicente de los opiáceos, hasta la exaltación del yo de la cocaína. Pero todos ellos son estados subjetivos, no modos mejores de realizar la vida en el mundo. Es la sensación paradisíaca, no el paraíso real. <Es la sensación de poderlo todo, de estar dispuesto a todo o de disponer de todo.> Pero, insisto, es la sensación de disponibilidad, no la disposición real y constructiva del mundo para la vida.
Todas las drogas adictivas originan un estado psíquico subjetivo de bienestar ligado a la sensación de poder o, al menos, a la desaparición de la vivencia de impotencia. De hecho, esta distinción permite diferenciar dos tipos de modos operativos de las drogas sobre el comportamiento: A) las que modifican preponderantemente el modo de aparecer el mundo y B) las que modifican primariamente el modo de sentirse a sí mismo como sujeto dirigido al mundo. El prototipo del primer modo operativo encarna en el alcohol y los opiáceos. El segundo en la cocaína y los anfetamínicos.
El alcohol disminuye el nivel de la conciencia perceptiva de modo progresivo en relación al grado de intoxicación. Esa disminución, que podríamos caracterizar como simplificación desde lo epicrítico a lo protopático, implica la progresiva desaparición de las estructuras organizativas del mundo, que operan como contextos de formalización simbólica. El contexto más complejo, sutil y trascendente de lo percibido es el ético, la percepción de valores mediatos, como las obligaciones morales. Estas son las primeras en desaparecer en una suave intoxicación etílica. Con ello el sujeto pierde la percepción de las exigencias morales y la percepción del otro como posible juez de su conducta. Esto lleva, al que ha bebido, a la desinhibición y a la pérdida de los temores sociales. Es justo lo que provoca el uso social del alcohol.
Para la personalidad del alcohólico, todo ello fundamenta su adicción, ya que él vive —estando sobrio— en un mundo que percibe tremendamente exigitivo y demandante moralmente, frente al cual se siente absolutamente impotente, incapaz de asumir sus responsabilidades. El alcohol transforma su percepción del mundo, liberándolo del agobio moral de sus responsabilidades y de las poderosas exigencias a las que él se siente sometido. Recordemos que una complicación psicopatológica del alcoholismo es la llamada “alucinosis”, en la que el enfermo sufre precisamente un delirio de acoso moral.
Secundariamente al sentimiento de liberación de la opresión moral, surge una sensación de potencia en el sujeto alcohólico, respecto de su mundo degradado. (Este es el peligro del alcohol al volante.) Este modo operativo psicológico del alcohol, semejante también en los opiáceos, modifica básicamente la estructura del mundo percibido, quitándole a éste el poder enemistoso sobre la persona adicta. Aquí la adicción, la alcoholofilia es claramente contrafóbica, se trata de huir del mundo real en el cual el adicto se siente impotente y aniquilado como sujeto responsable y libre.
Es claro que este modo operativo de algunas drogas, es el de procurar la sensación de bienestar por transformar el poder opresivo del mundo percibido en un ámbito fácil, placentero, dúctil y manipulable, un mundo de ensueño (los paraísos artificiales del opio en Baudelaire). Esta transformación del mundo sentido, es claramente fruto de la fantasía, por lo tanto irreal, de aquí que las drogas no incrementen el auténtico poder de realización de la vida del drogadicto. Más bien el drogadicto va perdiendo progresivamente su poder real y sus reales mundos de vida (trabajo, familia, etc.), al tiempo que va instalándose en el mundo de la droga, que se apodera de él.
El otro modo operativo de las drogas adictivas es el que incrementa primariamente la sensación de potencia operativa del sujeto sobre el mundo, lo que a su vez determina que el mundo aparezca mucho más accesible a las intenciones del sujeto. Prototipo de este modo de acción es la cocaína, tan de moda actualmente. Los objetos y objetivos pretendidos los siente el sujeto como fácilmente alcanzables, desde el sentimiento y sensación de poderío que le otorga la droga. De hecho, esto hace que el sujeto se comporte más propositivamente que sin la droga, lo que a veces incrementa la ejecución de algunas de sus intenciones, sobre todo en el ámbito social.
Este modo incrementado de la vivencia de potencia es precisamente el motor fundamental de su consumo compulsivo y del incremento adictivo en la sociedad actual. Me referiré a ello más adelante. Pero este modo de aparecer en el mundo con mayor potencia, es en realidad una mera apariencia. Y esto por dos razones.
Primero, la sensación de facilitación y poderío que otorgan estas drogas, no corresponde a las potencias y capacidades reales del sujeto. Tampoco las incrementa realmente. Sólo genera la sensación de potencia, con la consiguiente vivencia de fácil accesibilidad del mundo. De aquí que tan sólo incrementen la capacidad de acción en el mundo social, donde el poder hacer está estructurado en relación al poder normativo, pero no del hacer. Por eso pueden quitar el miedo a la interacción social, pero no fuera del orden social. Estas drogas no mejoran realmente las posibilidades constructivas con las cosas reales y tampoco en las relaciones personales y no meramente sociales. La cocaína favorece la desinhibición de la conducta erótica, incrementando el éxito de la conquista sexual, pero jamás incrementa ni favorece el amor interpersonal.
La segunda razón por la cual este incremento de poder es mera apariencia, se debe al hecho de que el sujeto sabe perfectamente que su sensación y sentimiento de poderío no es propiamente suyo, que el poder es de la droga. Por ello tiene que recurrir constantemente a ella, para que ésta le dé su sensación de poder. Este es un poder prestado, ajeno; no propio, ni apropiable. Por el contrario, al transferir la capacidad de realizar la propia vida al poder de la droga, el sujeto personal va perdiendo su propio poder realizador en lugar de incrementarlo. Esto configura una clara alienación del poder realizador personal y una pérdida de la capacidad de apoderamiento del poder de la realidad. ¡Esta es una des-apropiación! Más bien es el poder de la droga el que se apodera del sujeto personal, haciéndolo drogo-dependiente.
El otorgamiento de todo el poder realizador a un objeto transformándolo en un objeto de poder, convierte la droga en un “fetiche”, concentrando —vivencial y mágicamente— todo el poder transformador del mundo (de difícil a fácil) en el tipo “A” de drogas, o todo el poder transformador del sujeto (de impotente a potente) en el tipo “B”.
Esta fetichización imaginaria del poder es, justamente, el núcleo esencial psicopatológico de toda adicción, no sólo el de las drogas psicoactivas.
En la adicción al dinero esto es patente. El dinero ─el gran fetiche de nuestra sociedad─ pasa por tener el poder de darlo todo en la vida, incluida la felicidad. No hace falta comentar el absurdo de esta visión, que queda plenamente patentizado en su extremo, en el “avaro”. Este necesita sentir que detenta el poder del dinero para poder vivir, necesita acumular dinero como símbolo reificado de poder, por eso lo retiene sin disponer de él. El avaro no busca vivir mejor, sino atesorar la imprescindible sensación de poder vivir, que le da el constatar que tiene dinero.
En la “ludopatía”, el adicto al juego no lo es esencialmente respecto a ganar dinero, sino a ganarle la partida al destino. Lo que lo engancha es la sensación todopoderosa de poder estar por encima del azar, determinando con su voluntad ─mágicamente─ la organización de la suerte y de los acontecimientos apersonales. Cuando el ludópata acierta, tiene una vivencia de exaltación del yo, con el sentimiento de estar por encima de la realidad, a la cual él estaría, en su sensación, determinándola. Esta es una vivencia de ser dueño del universo, por lo tanto dueño absoluto de su propio destino, es una vivencia de omnipotencia, frecuente en personas fracasada existencialmente o resentidas porque sienten que el mundo les niega el destino que ellos creen merecer.
En el caso de la “cleptomanía”, la adicción a robar, que se da preferentemente en clases adquisitivamente altas a diferencia del oficio de ladrón (esto hoy no es cierto), la adicción no es a poseer y usar los objetos robados, que frecuentemente no son luego usados y ni siquiera apreciados. Aquí la adicción es al hecho de robar, como ejercicio del poder trasgresor de las leyes sociales, y a la sensación de sobreponerse al riesgo social-normativo, de liberarse de las estructuras sociales, en personas generalmente carentes de toda libertad personal, [por ejemplo mujeres de clase alta sometidas].
Este patrón de impotencia fóbica frente al mundo y a la vida, que lleva contrafóbicamente a un sujeto a hacerse adicto a una conducta que le da la sensación y sentimiento de poderío, o a un objeto fetiche que otorga dicha sensación de poder, que coloca al sujeto vivencial por encima del mundo (de lo otro y de los otros), es la dinámica fundamental en todas las adicciones, en todas las existencias con la estructura de “Sucht”, de dependencia viciada. El personal poder ser, a través del poder hacer (la propia vida) está per-vertido, dependiente de, y sometido a la sensación de tener el poder posicional, jerárquico sobre los otros y lo otro.
Expansión actual de la adicción
Todos sabemos y estamos preocupados por el incremento exponencial en los últimos decenios, del consumo de drogas en el mundo. Pero este incremento de las conductas adictivas, en la sociedad contemporánea, no es sólo respecto de las drogas psicoactivas, es un notable incremento de todas las conductas adictivas, que lo son como he señalado, a la sensación de poderosidad y de disponibilidad del mundo.
Véase el incremento del consumismo irrestricto, a diferencia del consumo sensato de bienes realizadores de la propia realidad. La población actual tolera mal no acceder a todas las posibilidades que ofrece el mundo, como oportunidades genéricas impersonales.
Véase la tremenda expansión de la adicción a los recursos externos como fuente única de poder realizador de la vida. Me refiero al omnipresente dinero y a la creencia en el poder omnímodo de los instrumentos técnicos, que ha llevado no al saludable e imprescindible uso instrumental dentro de la vida, si no a la tecnificación de la misma vida, a su dependencia adictiva a la técnica. Alguien ya es nadie sin el último artilugio electrónico. La vida ya no la organizan los sujetos, sino los “gadget” y su industria y propaganda.
Este es el perverso reemplazo genérico y de trasfondo del poder realizador del sujeto, por la sensación de poder conferida al sujeto por los objetos. Es el predominio actual del objeto sobre el sujeto, del que habla últimamente Baudrillard y el predominio del tener sobre el ser, denunciado con gran claridad por Erich Fromm, hace tiempo.
Sobre este trasfondo de pretensión de tener y disfrutar de todo lo posible (sea o no realizador del propio sistema de vida), desde esta pretensión de accesibilidad y disponibilidad de todo, que aboca necesariamente al sentimiento genérico de impotencia personal del hombre actual, brotan innumeras adicciones particulares.
Aquí está la más llamativa de las drogas, pero allí está la proliferación de las adicciones al sexo puro, ubicuo y proteiforme; a la pornografía como dominio imaginario del mundo de la sexualidad meramente representada; a los abusos de poder político en las políticas de estado e internacionales, pero también en todas las instituciones (el “moobing”); el abuso de poder de todo tipo sobre los menores y las minorías más débiles; o la adicción al pasivo placer irrestricto del puro deseo en el hedonismo actual, reemplazando la activa satisfacción personal de los logros conseguidos con el esfuerzo de la auto-transformación.
¿Qué podemos esperar en esta posmodernidad de sujetos pasivos, impotentes, y adoradores de los poderosos (los potentados por jerarquía y dinero), con necesidad de disfrutar de los frutos sin plantar ni cultivar el árbol? Una sociedad dominada por los ambiciosos y por la ambición, girando en torno al eslogan más impactante de la publicidad de una de las empresas de mayor poder supranacional, que promociona el consumo de su producto rey con la promesa de conseguir <<la sensación de vivir>>. Ya no se trata de vivir, ni siquiera del sano intento de vivir con buenas sensaciones, ahora se trata de tener la mera sensación de vivir bien. Justo lo que otorgan las drogas adictivas, y también el resto de las adicciones en una inversión de la relación con el poder. En lugar de usar el poder personal para hacer y hacerse, el sujeto se deshace por conseguir detentar y ostentar el poder, configurando una estricta perversión, como he intentado mostrar sucintamente en esta ponencia.